El Mercurio de Valparaíso está en la puerta del infierno



Valparaíso es una ciudad muy extraña y que da para mucho. Por ello, no es de extrañarse que tuviéramos nuestra propia puerta al inframundo que era resguardada por un chivato infernal. 

Uno de los puntos más estrechos de la ciudad se encuentra en los terrenos que hoy ocupa el edificio del diario El Mercurio. Recordemos que nuestra ciudad le ganó terreno al océano más grande de la tierra pero nuestra geografía era distinta en los primeros años y justo ahí se formaba un cuello de botella, un apretado trozo de tierra que nacía a los pies del cerro Concepción, bajando por el pasaje Ross para toparse con calle Blanco.


litografia de El Almendral, Actual Plaza Anibal Pinto. La cueva del Chivato está un par de cuadras más al Poniente / 6 de Mayo de 1854 / Hernan Diaz Carreño


El origen de la cueva nunca fue aclarado. 

Algunos creían que la cueva había sido obra de antiguas excavaciones mineras efectuadas en los tiempos coloniales. Otros aseguraban que se había formado por causas naturales; pero gran parte de los porteños aseguraba que la cueva no era otra cosa que la obra del mismísimo mandinga.

La cueva estaba cerca de rompientes peligrosas que el mar azotaba furiosamente en los meses de mal tiempo, lo que brindaba al lugar una fama maldita.

El endemoniado peñasco no sólo era temido por los residentes locales, sino también por los barcos que descansaban en la bahía y que al más mínimo soplón de norte terminaban siendo atraídos hacia las rocas, los que sin importar la pericia de la maniobra se terminaban incrustando en los acantilados que los convertían en astillas, perdiendo a la tripulación y la mercancía.

Los accidentes que se produjeron en éste lugar eran tan frecuentes que el sector fue llamado por los marineros: “Cabo de Hornos”, ya que el acantilado del puerto era tan desastroso como aquel que se encuentra en nuestros límites australes.

Cuenta la leyenda que Lucifer, trasvestido de chivato, salía al océano para cazar a las sirenas que descansaban entre las rocas. Pero le apetecían mucho más los incautos que pasaban durante la noche entre el puerto y el Almendral.  Con una sola mirada hipnotizaba a sus víctimas las que, una vez bajo los efectos de esta magia super poderosa quedaban despojados de su voluntad para emprender la fuga. 

Y aquellos que, sin mirarlo, lograban huir, lo hacían desesperados en dirección al mar, donde caían  en las rompientes, encontrando igualmente la muerte. Es decir, no había escapatoria.

Con el paso del tiempo y la llegada de la dinamita la cueva desapareció y el comercio pudo florecer en el lugar que de ser llamado “Cabo de Hornos” pasó a ser la “Calle del Cabo” y que ahora transitamos bajo el nombre de Esmeralda.

Oreste Plath también escribió al respecto y dijo lo siguiente:


Una de las tantas Cuevas del Chivato, existió al pie de un cerro de la ciudad de Valparaíso, y dicen que era honda como la eternidad. Esta cueva estaba situada en el centro de la población. Los habitantes de Valparaíso sabían que había dado a la cueva su nombre y mucha celebridad cierto chivato monstruoso que, por la noche, salía de ella para atrapar a cuantos por ahí pasaban. Era fama que nadie podía resistir a las fuerzas hercúleas de aquel feroz animal y que todos los que caían en sus cuernos eran zampuzados en los antros de la cueva, donde los volvía Imbunches si no querían correr ciertos riesgos para llegar a desencantar a una muchacha que el chivo tenía embrujada en lo más apartado de su vivienda.

Los que se arriesgaban a correr aquellos peligros tenían que combatir primero con una sierpe que se les subía por las piernas y se les enroscaba en la cintura, en los brazos y la garganta, y los besaba en la boca; después tenían que habérselas con una tropa de carneros que los topaban atajándoles el paso, hasta rendirlos, y si triunfaban en esta prueba, tenían que atravesar por entre cuervos que les sacaban los ojos, por entre soldados que les pinchaban. De consiguiente, ninguno acababa la tarea y todos se declaraban vencidos antes de llegar a penetrar en el encanto. Entonces no les quedaba más arbitrio para conservar la vida, que dejarse imbunchar, y resignarse a vivir para siempre como súbditos del famoso chivato, que dominaba allí con voluntad soberana y absoluta.

Lo cierto es que nadie volvía de la Cueva a contar lo que acontecía, y que casi no había familia que no lamentara la pérdida de algún pariente en la Cueva, ni madre que no llorase a un hijito robado y vuelto imbunche por el chivato, pues es de saber que éste no se limitaba a conquistar vasallos entre los transeúntes, sino que se extendía hasta robarse todos los niños malparados que encontraba en la ciudad.

La maldición de la cueva

A contar de los siglos XVII y XVIII se comienzan a levantar, tímidamente, algunas casas en el sector. En el año 1814 a petición de la población la policía instaló un farol para brindar un poco de luminosidad al lugar y hacer más seguro el paso entre el Puerto y el Almendral.

A fines del siglo XVII el comerciante Joaquín de Villaurrutia compró dichos terrenos, incluyendo la maldita “Cueva del Chivato”, la que fue parcialmente dinamitada para construir allí las bodegas que utilizaría para almacenar sus mercancías. Pero al poco tiempo, la mala fortuna comenzó a rondar a de Villaurrutia. Premunido de una fragata, de Villaurrutia quería mantener el régimen colonial, la que a poco de andar cayó en manos de los patriotas en el año 1821. La mala suerte lo seguiría acompañando y el barco encontró el fin de sus días cuando se estrelló en los roquerios que estaban justo frente a la “Cueva del Chivato” el año 1839.

Joshua Weddington


Antes de aquella desgracia, en el año 1833 Mr. Waddington compró gran parte del cerro Concepción, “Cueva del Chivato" incluida. Waddington ordenó la demolición de la cueva y la hizo desaparecer por completo. Según se cuenta, la maldición también alcanzó a Mr. Waddington, aunque es difícil imaginar en qué ya que llegó a ser uno de los hombres más influyentes y con más dinero de la región.

Hoy existe una placa incrustada en la roca y cuando llega la primavera se cubre de las enredaderas que caen del cerro. En ella se recuerda más o menos el lugar donde estuviere la mítica cueva. 


Placas como estas se encuentran en otros rincones de Valparaíso y nos cuentan lo que allí existió en tiempos pasados, como así también los antiguos nombres de las calles. Estas placas fueron iniciativa de Renzo Pecchenino, más conocido como “Lukas”.

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